jueves, 16 de junio de 2011

De la inutilidad de los nombres


Por: Manuel González Ruiz de Zárate

Víctima de un golpe de suerte ¿repentino, inesperado? El pasado viernes me lancé a las calles de Varadero con la idea fija de edificar, pintar y decorar quioscos para la venta de alimentos ligeros.
Como tema arquitectónico pudiera resultar simple, pero por su enclave y afluencia de público quizá sean capaces de marcar una pequeña diferencia.
Tan solo un mes antes había llegado la tarea de proyección, el trabajo realmente no era para nada difícil: una estructura de madera de unos cuatro metros de frente por dos cincuenta de fondo con una terraza y un área de mesas.
En poco menos de cuatro horas el diseño estuvo terminado. Visto así fríamente el volumen no resultaba muy expresivo. Fue entonces cuando vinieron en mi auxilio los maestros del muralismo mexicano y los de la escuela pop neoyorkina de los 50 y los 60, por lo que le añadí en su pared frontal un cuadro de Roy Lichtenstein. El cambio fue inmediato, una construcción temporal tomaba la forma de soporte para pintura pop o arte urbano.
El proyecto fue aprobado y ahí nos lanzamos a despiezar la estructura, a llevar los planos a las carpinterías y terminar el primer prototipo. Quince días después estábamos ya en Calle 51 y Avenida Playa, Varadero esperando por las primeras cinco estructuras de un total de doce.
El lugar sugirió una paleta de colores apastelados y llamativos, de esta forma, armado con dos brochas, un pincel y mucha pintura acrílica comencé una odisea pictórica que no terminó sino hasta treinta horas más tarde.
Los cuadros quizá tomaron las formas sinuosas del entorno, de la energía del insomnio, de algún que otro trago de ron y quién sabe si hasta de las canciones de reguetón que, a todo volumen, salían impunemente por las bocinas de uno de los automóviles que nos transportaban.
Al final salió el sol, y con él los moradores y visitantes del balneario. Entonces llegaron las fotos, las palabras de aliento, de elogio y ya no importó más, el mensaje había llegado, algunos vieron flores, los más entendidos con acento grave evocaban algún que otro nombre conocido y hasta hubo un anciano que se me acercó y con mirada cómplice me narró la historia de su niñez, dedicada a las parrandas y carnavales en su ciudad natal. Y allí, tan cansados, rieron los carpinteros, los ayudantes y yo, porque siempre el arte salva y se agradece.
Si en algún momento el crítico teorizara no sabría si calificar esto que hicimos como arte urbano o arquitectura efímera. Lo cierto es que hoy las calles 51 y 49 de Varadero lucen algo distintas y que las personas, al pasar, hacen un alto y sonríen.